Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo
Cuenta su cuarta y media melena con un negro inadmisible para la altura de mis letras. Azabache de abismo para el que cualquier adjetivo se queda infante. Y yo, que solo obtengo sorpresas en la tinta de la pluma cuando le desborda el rizo domado que parece anochecido por el paso del tiempo, soy su testigo. Tiene el semblante inquieto y sereno, con el justo punto de brío que le da el equilibrio necesario para hacer de los imposibles, posibles. El flequillo no roza su frente, la acaricia, la engrandece, la presenta. Mujer con cara de niña, como de porcelana triste, rostro claro que parece tener de su lado los duendes invisibles. De ojos tostados como café. Profundos. La mirada es de tristeza rabiosa, precisa, despistada, perdida, delicada. Vienen sus ojos del alma, de ser de aquellas personas que se saben perdidas en el mismo momento en que acaban de encontrarse. De muchacha los parpados cuando se cierran y se hace el silencio. Suave tiene la palabra que se desliza con carácter