Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Puede que hoy, con las letras mitad en huelga de hambre, mitad en huelga de silencio, me quiebre demasiado como para escribir de amores. Pero que le cuente otro al corazón que no nos queda intendencia en el cajón de las palabras para estos párrafos, ahora que con él tengo por bandera la blanca, y por contrato, el libre albedrío.
Puede que hoy, con las vocales de permiso, y las consonantes huidas a manos más talentosas para la prosa, merezca más que nunca la pena de decir en papel, que me he enamorado.
Fue a la altura de un veintiuno de enero, con el sol recién salido de la cuna y el termómetro chistera en mano, haciendo del invierno primavera. Llevaba yo poco equipaje, algo de efectivo, mujer de lujo y la sorpresa guardada en los ojos… el resto, todo el resto, me lo puso Barcelona.
Aún con la maleta a cuestas se me escapó de la correa la ilusión, recién salido del metro de la Barceloneta, la vida ya te empieza a saber a azul. Cada paso te llena las huellas, y en el puerto, no muy lejos puedes ver como aún existe el horizonte que se olvida fácil en Madrid. Que mágico me parece que aún a mis setenta y siete desilusiones, aún cuando lo veo, no sepa distinguir donde acaba el suelo, donde empieza el cielo. Viceversas incluidas, el mar se pierde allí, y pese a que me acusen con razón de reiterativo, vuelvo a decir, que allí, la vida te sabe a azul.
En el Wella descargas el polvo que ya no hay en los trenes, firman pacto las manos con esas curvas que después de diez años siguen imposibles y te cargas de besos y caricias para pasar la tarde. La capital de Catalunya te espera, y sales, y en cada baldosa hay un trozo de cielo.
En el Gotic, te das por vencido si o si. Te pierdes por el simple gusto de perderse, para que tus caminos sean todos sus caminos, y te levanta la sonrisa la plaza de aire de la catedral, y te busca en el paladar de los sueños la caricia un tinto del Priorat, y te ves rodeado por gentes montando su día a día en bicicletas, por familias enteras en patines de linea, y te puede el silencio en las ramblas con sus mimos de plata tan quietos, y te llegas sin saberlo al mercado de los sueños, la Boquería, donde un puesto de fruta es un cuento, uno de chocolates la perdición de Grettel, y una cerveza con esos ojos verdes mirando lo mejor que existe.
Puede que hoy, con más comas de las debidas, con menos talento que emoción, y con los puntos suspensivos en venta, solo quiera decir, hasta la próxima, ciudad condal, hasta pronto, ciudad azul.
Puede que hoy, con las vocales de permiso, y las consonantes huidas a manos más talentosas para la prosa, merezca más que nunca la pena de decir en papel, que me he enamorado.
Fue a la altura de un veintiuno de enero, con el sol recién salido de la cuna y el termómetro chistera en mano, haciendo del invierno primavera. Llevaba yo poco equipaje, algo de efectivo, mujer de lujo y la sorpresa guardada en los ojos… el resto, todo el resto, me lo puso Barcelona.
Aún con la maleta a cuestas se me escapó de la correa la ilusión, recién salido del metro de la Barceloneta, la vida ya te empieza a saber a azul. Cada paso te llena las huellas, y en el puerto, no muy lejos puedes ver como aún existe el horizonte que se olvida fácil en Madrid. Que mágico me parece que aún a mis setenta y siete desilusiones, aún cuando lo veo, no sepa distinguir donde acaba el suelo, donde empieza el cielo. Viceversas incluidas, el mar se pierde allí, y pese a que me acusen con razón de reiterativo, vuelvo a decir, que allí, la vida te sabe a azul.
En el Wella descargas el polvo que ya no hay en los trenes, firman pacto las manos con esas curvas que después de diez años siguen imposibles y te cargas de besos y caricias para pasar la tarde. La capital de Catalunya te espera, y sales, y en cada baldosa hay un trozo de cielo.
En el Gotic, te das por vencido si o si. Te pierdes por el simple gusto de perderse, para que tus caminos sean todos sus caminos, y te levanta la sonrisa la plaza de aire de la catedral, y te busca en el paladar de los sueños la caricia un tinto del Priorat, y te ves rodeado por gentes montando su día a día en bicicletas, por familias enteras en patines de linea, y te puede el silencio en las ramblas con sus mimos de plata tan quietos, y te llegas sin saberlo al mercado de los sueños, la Boquería, donde un puesto de fruta es un cuento, uno de chocolates la perdición de Grettel, y una cerveza con esos ojos verdes mirando lo mejor que existe.
Puede que hoy, con más comas de las debidas, con menos talento que emoción, y con los puntos suspensivos en venta, solo quiera decir, hasta la próxima, ciudad condal, hasta pronto, ciudad azul.
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