Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo
Se levantó Pedro perdido. Aún era noche y mañana al mismo tiempo. Se anduvo el pasillo sin un solo pensamiento desde su cama hasta la cocina, preparó café. Espeso. Solo.
Aún no había soltado las amarras del sueño, pero aunque todo estaba igual, todo le parecía distinto.
Desayunado, visitó el vestidor. Eligió fácil, pantalón negro, camisa blanca. Aún seguía el frío cobrándose en el aire pieles de gallina, por lo que reforzó el torso con una falsa chaqueta para cubrir las carencias del abrigo. Zapatos, guantes, bufanda y sombrero. Todo negro. Para un martes de febrero opto sin elegirlo por lo sencillo.
Sonó el despertador con él despierto. Lo apagó. En los últimos tiempos que recordaba, no estaba de paz con el descanso. Dormía poco, generalmente mal, y aunque nada malo le pasaba, nada bueno esperaba.
En sus bolsillos las llaves del coche, separadas de las de casa. Un bolígrafo, descuido de la jornada de laboro anterior. La cartera, más vacía de lo que él quisiera pese a rondar aún las primeras semanas del mes. Una factura, doblada en cuadrados perfectos de la tintorería donde trabajaba aquella mujer que sin saber porque hacía que todo se supiera.
No es que no necesitase realmente de tintes, ni de planchados ajenos. Pero seguro, que no tenía suficiente de atrezo y galas como para visitarla una vez por semana. Al menos quedaba cerca de casa, resignose siendo este su primer pensamiento del día.
La factura era de ayer, justo de la fecha donde empieza a existir el olvido. La guardó sin mirarla al cogerla, la tanteaba mientras entraba al viejo mesón, allí en ese papel de tacto indescriptible, estaba su tacto.
Compartió fino tinto de la Ribera con dos amigos. Un lujo para su bolsillo, un imperdible dentro de las cosas que uno puede o no puede perderse. Se lleno de risas, y por momento, ganó el combate a la melancolía. Si fuera la vida cuestión de alistarse, que mejor que hacerlo a las trincheras de la barra de aquel bar, donde todo el mundo cabal calla lo que piensa cuando habla y no dice lo que le mata cuando bebe.
Allí, entre copas de olvido, dobló en perfectos cuadrados aquella factura que volvía a hurgarle el recuerdo a la mañana siguiente. La arrugó antes de salir hacia el trabajo en una bola nada perfecta, nada era distinto, su segundo pensamiento. No volveré a la tintorería, su tercero, mientras hacía de dos la canasta en la papelera donde quedarían factura y bolígrafo.
Nunca se supo, que aquel papel rosa guardaba a lápiz un teléfono, y un secreto que le hubiera cambiado el mundo.
Nunca se debieran dejar al azar, las cosas que pudieran cambiarle a uno la forma de existir, primer pensamiento, en esta ocasión del que les narra.
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