Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Perdida ya incluso, en una vaga idea, la madeja que fue el principio y que con su mover sin pausas, dio lugar al ovillo que era ahora su cabeza, cesó.
Ana, no sabía de muchas cosas, al menos no de aquellas que carecen de importancia para el alma. Al menos hasta el momento en que se encontraba, sabia sin dar lugar a las persistentes dudas, que había sido feliz. Muy feliz.
Aquella postal no era nueva, se repetía todos los días, de todos los años. Ana esperaba absorta en su balanceo el regreso de su padre, un hombre, un pescador.
Todo era como siempre en pequeño pueblo de Pizco, y como siempre la tarde iba sucediendo al medio día. El gris de cielo sin embargo se mantenía despierto y la lluvia caía sin fuerza, parecía como si no quisiera hacer daño a la tierra, ala que más que golpear acariciaba.
Algunos de los pescadores regresaban del puerto, unos contentos por la labor, otros no tanto por el precio al que habían cobrado en la lonja por sus piezas. Demasiadas razones achacables al hombre casi al ciento por ciento, hacían que las faenas últimamente no resultaran lo que se quería de ellas, y la mar, que como cualquiera, es celosa de sus pertenencias, a veces se cobraba de tarifa una vida.
Ana mecía su tristeza al compás de una mecedora, sus ojos hinchados por el dolor y la angustia se clavaban en un viejo cuadro que posaba sobre la chimenea, un mar embravecido luchaba a muerte con una barca. Todo en ocre y rojo, en la barcaza se erguía la figura de un hombre tratando de mantenerse a flote… de repente una fuerte ola embistió el estribor de su del rival. Ana gritó a su padre, pero este no escuchaba. El mar gritaba demasiado fuerte, las ropas de ambos se fueron empapando al paso de los segundos, nunca antes, el tiempo, había transcurrido tan despacio.
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