Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo
Dicen los cuerdos de los cuentos que son utopías, que no existen, que en el mundo de los humanos cuando llega la hora de las perdices, siempre se queda Peter sin pan.
Hace no mucho, esos mismos, vinieron a buscarme. A su favor, esgrimían pruebas demoledoras en las que demostraban que Cenicienta no fue princesa y se quedo en fregona. Mostraban un contracto en prácticas, donde la bailarina de papel, del soldado de plomo, cobraba a cuatro duros la hora de can-can. Pinocho era Cirano, pero se quedó sin Bergerac cuando le ganaron la partida los engaños. De los siete enanitos quedan solo cuatro, todos ingresados en un reformatorio mental. Bella era Jose Luís en el carné de identidad y un triste papel anexo decía que un final de mentira, cuando es bueno, vale tanto como uno de verdad.
Hablamos sin llegar a conversar. Escuché entonces.
Como mandamientos, enumeraron juicio tras razón. Acompañaban sus palabras con la que decían ser la mayor de las ciencias. Me arrasaron, me dolieron, me vencieron. Los ojos heridos de lágrimas se fueron a mis presentes, a mis pasados, y fue en ese justo momento, cuando me vino el vendaval. Parecía cierto ya, que siempre gana el que más tiene, que Rumpelstikin puede de una vez destrozar el Cuarto de las Hadas, que se paga caro el beso por despertarla, que la rana por mucho que se bese siempre es rana, que viene la lámpara mágica con el culo tatuado de Made in Taiwán, que el flautista se paso con las pastillas muriendo joven en Hamelin, que la chica se queda siempre con el bellaco, que tres deseos para quien no tiene nada es demasiado, que las judías son judías, que la liebre siempre gana por mucho que la tortuga se empeñe, que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible.
Tantas veces me dijeron que para vivir, merece más la pena no arriesgar que casi llegue a creerlos.
Sin embargo… A un solo paso de guardar las letras y dedicarme a respirar, comer, pagar facturas y besar con el alma de vacaciones mientas ando con pantuflas en los pies, levanté la cabeza. Apreté los dientes con la rabia de quien casi pierde lo único que no se puede perder. Aún tenía alma.
Grité. Me negué. Me niego. Me negaré siempre.
Asumiendo el riesgo que me tachen de tardo, sigo en mi número trece, me niego a contar mis cuentos al revés, a no ver con los ojos de un niño, a no pisar los charcos, a no meterme de lleno en el epicentro del terremoto, a cambiar esa forma de existir que solo parece ya tener sentido en los cuentos.
Por cada mil veces que me llamen utópico…
Mil nombro un cuento,
mil, una leyenda
y tan solo una,
mi diario cajón
donde guardar
los mil besos
que aun debo.
Cuestión de ser, les dije, y si estoy a favor de algo, lo estoy de los cuentos…
Lo estoy de los imposibles.
Desgarrador y encantandor al mismo tiempo
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