Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Había oído decir de él, que tenía magia en las manos, que hurgaba en las heridas del cuerpo con los ojos cerrados, emocionado pero sin temblar. Palpaba lento con las palmas, suave con los dedos, quieto con las yemas. Fundía escrupuloso y paciente célula a célula. Su piel se hacía a la piel sintiendo más allá del tacto hasta que el cuerpo ajeno, ya suyo, le mostraba el camino para huir del dolor. Tenía de su lado el conocimiento del que se sabe pequeño, y la sabiduría del que ha decidido en su vida ser aprendiz incluso ejerciendo de maestro.
Había oído decir de él que al laboro asistía sin disfraz, de calle, simple y sosegado, y que nunca vieron mientras trabajaba en su rostro la mala cara que a ratos da el contacto humano. Sus ojos, como cristales de mar, parecían siempre alegremente perdidos mientras en su boca se dibujaba constante la sonrisa de quien se sabe en casa, en su hogar, en su reino.
Viernes. Tan solo unas horas después, ya quizá media tarde, quizá media noche cae a plomo su seguridad. En su casa, fuera ya de su reino, jugaban con él al escondite inglés las ideas. Se sentía especialmente desorientado, incompleto, voraz de algo pero sin saber de que. Se sabía sin opciones, buscando consuelo en algún recuerdo que al menos lo pudiese entretener. No lo encontró. Pasó varios minutos sumados sentado en su crudo sofá, y sin ni siquiera quererlo empezó a viajar por dentro.
Quizá demasiado cuerdo para tal estado abrió una botella de ron. Se sirvió metódico un vaso corto con dos hielos, una gota de refresco de cola y unas gotas de limón. Durante aquel proceso, aunque fuese por poco tiempo, consiguió descansar de si mismo. El primer trago fue perfecto, de sincero alivio, traía consigo algunos buenos recuerdos y un suspiro del que sabe satisfecha su sed.
Antes del segundo trago, tras el suspiro y entre los buenos recuerdos se despistó. Confiado y apenas sin darse cuenta se fue metiendo demasiado en si y se vio con el corazón y los sueños hipotecados al norte. Sintió la ausencia como nunca, tocado, casi hundido y ahogado busco salvavidas en otros sentimientos. A momentos lo conseguía pero la pulla no dejaba de afligirle. Sabía que con tiempo ese dolor se haría herida, y la herida cicatriz y luego, aunque siempre quedara, sanaría. Pero por mucho que pensara así no podía parar de preguntarse ¿cuando?, ¿acaso es posible dejar de amar lo que se ama?
Cerca del tercer vaso, cuando anochecía ya, sonó el teléfono, ni siquiera lo miró. Dudó. Se planteó vestir el alma de canalla y salir a la noche a no pensar. Se vio por un momento desatado, quemando uno por uno cada bar. Se pensó en mares de labios a los que poder besar sin besar, de cuerpos sinuosos a los que tocar sin tener que tocar. Pero en ese maldito viernes no le salían las cuentas y el teléfono dejó de sonar.
Al fin, ligeramente ebrio, roto, moribundo de ideas y con lágrimas en los ojos durmió solo…
Como un viernes cualquiera.
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