Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Compré ese abrigo para cuidarme del frío y sin embargo me cambio la vida. Era de color amarillo, con capucha, forrado con una piel que simulaba una ardilla o similar. Desde luego no era bonito, pero al ponérmelo supe que era para mí. El calor que desprendía dentro de la tienda me hacía tener una idea de lo bien que estaría en la calle con él puesto. No iba a juego con lo que llevaba, pero el frío me había sorprendido en la noche de Valladolid, así que no era cuestión de regatear con la comodidad de uno.
Miré el precio. Para la economía de quien sirve cafés y aguanta tonterías a partes iguales detrás de la barra de un bar, cualquier tarifa es demasiado. Miré a Clara, que me acompañaba en ese fin de semana descabellado. Elegimos esa ciudad casi por azar. Nos habían hablado de los pinchos, y en más de una noche de pijamas, risas y lloros habíamos descorchado más de una botella de Ribera.
Acertamos no obstante. Las calles prietas, y de nombre Comedia, vestían de laberinto una ruta de elixires suculentos, de manjares para la vista, el olfato y el gusto. De los seis sentidos, cinco estaban cubiertos. La miré yo también a ella y la sonreí. Nadie creo que sepa lo que es tener una amiga así.
Estuvo en mi quince cumpleaños donde aprendí a fumar tras numerosos intentos. También se mantuvo a mi lado cuando me enamoré, cuando me perdí en la tontuna de no hacerla caso por aquellos ojos miel. Se arriesgó a perderme, por sus clarezas y mi enfado, al afirmarme que la cosa no iba bien. Lloró conmigo hasta sangrar cuando perdí el hijo que esperaba. Me cogió tan fuerte de la mano que no me pude caer cuando mi marido me traicionó con la amiga de mi hermana. Me recompuso, me animo y me puso las botas con dirección a la ciudad donde mejor se habla el castellano.
Cenamos en El Hueco. De primero Carpacho de bacalao con cebolla caramelizada y grosella, de segundo Meloso de carabineros, y de tercero descorchamos la segunda botella de vino. Todo el tiempo el camarero me miraba, me despojé del abrigo, ahora que estaba dispuesta de nuevo a jugar a las seducciones con la seducción. La cena fue perfecta. Las miradas crecían. Clara, cómplice como siempre ayudaba con las frecuentes peticiones de servilletas, sal cuando ya había sal y pan para hacer bolas de migas con las que juguetear.
Salimos con la risa tatuada, pero con tanta prisa que nos olvidamos de la magia que se había producido entre aquel moreno de pelo lacio y yo. Nos quedamos en la puerta mirándonos ambas, sin saber que excusa poner para regresar. Planteamos la retirada, la huida, la posibilidad de entrar a un sitio por entrar, pero fue mi abrigo. Aquel de color amarillo, con capucha, forrado con una piel que simulaba una ardilla o similar. Ese que desde luego no era bonito, pero al ponérmelo sabía que era para mí.
Me lo había dejado dentro. Él salió, yo lo miré, mientras Clara me ponía de nuevo el mentón en su sitio. No hicieron falta palabras, le besé directa y con el miedo descubierto. Mientras nuestras almas se entrelazaban, mi abrigo nuevo cayó al suelo y entonces empezó a llover como nunca jamás he visto.
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