Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Segunda parte. La más compleja y a la vez la más sencilla, mi mujer. Aquí tenía que afilar todas mis pobres dotes de interpretación. Empecé con la figura de marido traicionado y dolido, melancólico después, recordando aquellos tiempos buenos que ya no recordaba. Lúgubre, aquel que no sabe ni como, ni cuando va a recomponer su relación. Duró poco esta actuación, justo hasta el justo momento en que mi mujer sintió pena. No era la idea. Empezó entonces la segunda parte, el ataque. Como un torbellino lance los peores improperios que un ser cornudo pudiera lazar sobre su contraria. La enfadé, hasta volverla a enfadar, la fastidié, la cansé, la molesté, la ofendí, la irrité, la contrarié, la sofoqué, la hice odiarme, lloré, y la hice odiarme más aún, hasta que la ira de sus ojos no cupo en sus pupilas, cerré la puerta con ganas mientras le soltaba.
- Solo me hubiera faltado ya que te enrollaras con Javier.
No volví a verla.
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