Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Silvio buscaba entré el gentío que compartía café aquella mañana un trozo de nada, cuando de improvisto se encontró con una sonrisa que no pudo creer.
El trato familiar del camarero le sirvió para hacerse con su nombre. Diana. De ella le atrajeron los instintos, el carácter y lo que no se ve cuando se mira. No pudo, ni quiso resistir entonces el impulso de escribir. Sacó su viejo cuaderno de notas, arrancó una hoja con sumo cuidado y comenzó a escribirla:
De mí podría decir que por apostar por la magia, suspendí en la infancia todas las asignaturas de forestales y ahora desconozco como se abren la mayoría de los caminos. De anticipado pido excusas si fallo en forma o tiempo. Dado que desconozco los ojos dispuestos a leer estas palabras, espero en serio no ser tomado por vendedor de humo.
Dice parte de mí, que me dedique a coser las suturas, que me arregle los papeles de la cordura, que salde la cuenta en números rojos del olvido, que cuelgue las botas en el gancho de la memoria, que inyecte sobredosis de Prozac al corazón si le da por salir al patio a volver a jugar, que haga las maletas a aquella idea de patinete que decía que uno y uno no siempre suman dos, que no haga caso de aquel loco hidalgo que quiso sin ser querido, que asuma que aquello que se avista al horizonte no son gigantes, sino molinos.
Sin embargo, otra parte de mí se pregunta porque me tiemblan las manos cuando te escribo a ti. Quizá sea cuestión de esta fe inquebrantable. De pensar…
Y si aquello que se ve al horizonte, de verdad, son gigantes.
Puede que escriba por miedo. Por si pasado el tiempo veo en el espejo un cobarde que no dio ninguno de los pasos previos, que quito la vista del horizonte, marco un camino sin riesgo y camino por caminar. Quizá no halla nostalgia peor que llorar lo que nunca sucedió, más si uno recuerda que ni siquiera se atrevió a preguntarte…
¿Querrías tomar un café conmigo?
Al terminar, se levantó decidió a entregarla aquella proposición. En lugar de ella, y aquella sonrisa que no pudo creer, se encontró una mesa vacía.
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