Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo ...
Debía salir mi orgullo indemne de la situación, evidentemente el tonto de los tres era Pedro. A estas alturas de la película, se imaginarán que yo ya sabia que la cornamenta no me la quitaba ni dios. Aquello no me preocupaba más de lo necesario. Pedro y mujer me habían engañado una vez, yo lo había hecho tantas otras que ni siquiera podrían considerarse tablas como resultado de la contienda.
Por fin tuve la solución, en la cabeza, donde de verdad se tienen las soluciones, aunque algunos sigan empeñados en negarlo. Ahora tocaba hacerla realidad.
- Puede que no este de acuerdo con lo que tengas que decir, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo
Así empecé mi brillante discurso ante Pedro. La verdad es que ni la frase es mía, ni venía mucho a cuento. Pero es una de esas frases que lees en los libros y quieres soltar a toda costa como propia a la menor ocasión. ¿quién diablos dice algo así, en tal situación?
Me agarré los cuajos tan fuerte que casi ni no los notaba. Comí con él. En la comida que mantuvimos, él no habló, avergonzado, y con la cabeza gacha escuchaba mi firme perorata.
Dentro de mi parte, esta era la parte sencilla. Él era tonto, pero noble. Creo que dejo ya bastante claro que mi amigo, era o debiera ser (a estás cuestiones mejor refiéranse a mi mujer) un Tarzán en la cama. Cierto, que cuando la historia era de cavilar, más bien se asemejaba a chita, pero una cosa aunque quizá debiera, no quita la otra.
El pacto quedó sellado, él era perdonado, yo lo olvidaba todo, sin rencores ni duelos a primera sangre. A cambio de no decir absolutamente nada a nadie de lo sucedido. Le prometí que un plazo de dos meses podría volver a rondar a mi mujer (el iluso se había enamorado de esa arpía) sin que yo me impusiese. Él no entendió mucho. Ante la pregunta de si realmente no me importaba que siguiera retozando con mi señora, le contesté con silencio primero, y segundo con la reafirmación de la promesa de lo que le había solicitado.
Dos meses.
Aceptó.
Comentarios
Publicar un comentario