Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo
Erase una vez, una princesita a la que la encantaba soñar. Decían de ella que era mágica, nada extraño, tratándose de un hada. Sin embargo, contaban algunos juglares, que sus poderes iban más allá de los sentidos. Era capaz de convertir los lunes en domingos, de aparentar a sus veintinueve siglos, poco más de dos décadas, de solo con su voz curar las pesadillas. De hacer volar la imaginación de los peores poetas, de darles a los escribas que no las encuentran, sus letras.
Detenerse a mirarla, era perderse. Tenía voz de espuma, como cuando rompe la mar, como cuando huracana el cava porque merece la pena brindar. Su castaño pelo terminaba en un flequillo indecente, exclusivos eran sus labios, sus ojos, su nariz, su risa como bostezo que te hace sonreír. Delicado como pétalo su cuerpo aparentaba ser. Para el tacto de su piel, aún nadie inventó la palabra. Su nombre, mi delirio, era Monika, y pronunciarlo, te dejaba en el cielo de la boca cierto aroma a hogar.
Vivía al norte, a unas cuatrocientas millas de este narrador. Sé que les parecerá extraño que de pronto, el cronista mismo, se meta en su historia, pero hay cuentos que no se pueden dejar pasar. Fue precisamente mientras la escribía, la detallaba y trataba de resolver la ecuación de su silueta cuando quise ser de la fábula personaje.
Aprendí, a la mayor velocidad posible, sortilegios de todos los tipos para acercarme a ella. Pero desconfiaba. De alquimia llené mis párrafos para que me leyera los instintos. Aunque menos, desconfiaba. Mediante encantamiento, a pesar de las distancias hablamos muchas veces, viendo como siempre, a cada frase le continuaba una más, viendo como nunca era suficiente, como siempre quedaban ganas de más. Aún así, desconfiaba.
Le expliqué que cada letra era una forma de existir, que ahora empezaba de nuevo a aprender que la mejor de mis sonrisas dependía de que despertara con las ganas de su parte, de que en sus noches hubiera hueco para mí. Quizá menos, pero desconfiaba.
Hablamos de locura en esas horas donde el sol ya duerme, y entonces, con las mayor de mis corduras dejé de narrar para ser Duende. La respondí ya en su mundo, con mi idioma antiguo ileso, con las heridas perfectamente cicatrizadas:
- La única locura que realmente se me ocurre, es perderte… Es no apostar por ti.
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Contigo, dan ganas de ser cuento.
Felicidades, princesita.