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Traspasando el país de Alicia

Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo

El cuadro de Ana - Capítulo 1

Más que recuerdo, lo que queda de la niñez en nosotros, cuando ya no esta, es una perenne sensación. Evocación, siempre accesible. Basta con un cerrar de ojos, un olor, un sabor a guiso de papas con pescado, incluso con un suspiro atravesado. Aprender, que hay tiempo en la vida de grande para volver a ser pequeño es importante. Aún debe de dar, para cerrar los ojos y suspirar, al mismo tiempo.

Es, ¿cómo lo diría?, quizá como una especia de olor de estomago, que sube, recorriendo el cuerpo hasta alcanzar la cabeza. Pero a sinceras ¿quién podría, con tan solo letras, definir un tiempo en el que dos más dos, pueden o no, sumar seis?

Para Ana, que dudaba en la mayoría de las cosas que no se deben dudar, la niñez era cristalina. Era el olor a óleo y aceite combinando en los dedos de su padre. El sabor a mar que quedaba en su boca cuando diariamente esta se posaba en la áspera y acogedora barba salada de su pescador. Era la espera que se balanceaba en una mecedero de mimbre junto a un fuego gastado de leña húmeda. Era su intimo lugar, su secreto, sus colores, su verde y su azul. Era por encima de todas las cosas, una pintura. El cuadro de Ana.

Mientras jugaba con ideas similares a las descritas posaba la mirada de sus ojos en aquel lienzo. Sentada en la vieja mecedora de siempre, jugaba con las líneas de aquella suave mezcla de añiles y ocres que reinaban solitarios en la pared del pequeño cuarto de estar. Había vivido toda su vida en aquella casa, pensó. Escasas paredes, y sencillez para una sencilla existencia. Pues bien creía haber aprendido la respuesta por hacer de su padre, cuando por casuales se veía en la gustosa obligación de explicar a algún curioso vecino la humildad de su casa. Un hogar – decía él- tan solo es lugar donde ser y guardar las cosas que te hacen feliz, el resto depende de las personas que lo componen.

La sonrisa de su boca era de color amargo, como de quien ha sonreído mucho ya y le cuesta encontrar más motivos. Mientras el fuego adquiría violencia, ella seguía el hilo que le marcaban sus pensamientos Se sucedían uno tras otro, dándose vueltas a si mismos como un torbellino de lana, enredándose con otros unos, montándose, cruzándose, torciéndose…

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