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Traspasando el país de Alicia

Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo

Sortilegio - Capitulo II - El vestido Naranja

Samuel esperaba sentado, paciente, tranquilo. Sabía de sobra que su mujer aún tardaría unos minutos más en salir del baño y ya llevaban demasiados años juntos como para haber aprendido que meterle prisa no era una de las mejores ideas que a uno puede ocurrírsele en esa situación. Liaba un cigarro de la marca Pueblo, con papel y filtros pequeños. Aunque lo había reducido, jamás consiguió dejar del todo aquel vicio diario. Al fin y al cabo, no para todo se tiene la misma fuerza de voluntad. Lo encendió y aspiró suavemente. Si de él se pudiera hacer una ranking de virtudes, la paciencia de seguro, encontraría lugar en las primeras plazas. Con los años había aprendido a saber esperar las cosas. La vida suele responder con ofensivas los ataques, así que ya hacía varias décadas que su táctica escogida era defenderse y contraatacar más con talento que con fuerza. Acerco su mano a la mesilla de blanca madera donde descansaba el mando de la cadena de música, pulso el botón que mostraba un triangulo tumbado de color verde sin recordar que habían dejado puesto. Sonó potente, pero cómoda, la pieza Nessun Dorma de Puccini. Sonrió, no hacía demasiado que el amor sucedió al son de aquella melodía desgarradora. Cuestión de horas pensó, disfrutando aún de la mueca que formaban sus labios.

El cigarro casi llegaba a su fin y su mujer seguía sin cruzar la puerta. Decidió dedicar entonces ese momento del que disponía para pensar en lo que estaba a punto de suceder. Su hija Leonor les estaba esperando en la vieja cafetería. La misma donde merendaron tantas veces un batido de chocolate y unas tortitas con sirope de bombón. La pasión de Leo por aquel sabor siempre le emocionó. No recordaba a nadie, que hubiese conocido o no, disfrutar tanto con un placer tan pequeño. Estaba convencido de que al llegar, les esperaría con un batido en la mano, ahora que ya tenía edad suficiente para no necesitar a sus padres para pedir lo que gustase. La fuerza del final de la pieza que ahora tronaba le potencio el recuerdo. Que placer tener el alma en la garganta y saber disfrutarlo. Cuanto tiempo había tardado en aprender a vivir, cuanto tiempo en saber cual es la mejor formula que tiene uno para existir. Mientras saboreaba todos aquellos pensamientos se abrió por fin la puerta del baño. Ana había escogido el vestido de verano naranja oscuro. Era sencillo, de lino, suave. Llevaba tiempo en el armario esperando a ser usado. Se notaba que para ella también era un día especial. Quería estar lo mejor posible para su hija, y por supuesto para su incansable marido, que nunca supo ni quiso saber como dejar de quererla. Con una de esas sonrisas que delatan a leguas la felicidad de su propietario, preguntó. 

- ¿Cómo me queda este vestido?

Samuel la miro de arriba abajo. Vio claramente como su piel excesivamente blanca no acababa de combinar con el exceso de naranja. Sus tobillos ligeramente hinchados se hacían notar. Las caderas henchidas por los años y la maternidad se marcaban en los pliegues de aquel sencillo atuendo. El escote, aún generoso y hermoso, recordaba aquellos tiempos donde penas o miserias se perdían en un latido. Llego hasta su rostro, el mismo que había visto cada mañana desde hacía más años de los que uno es capaz de recordar. De la sonrisa nacían unas pequeñas arrugas en labio superior, sus pómulos elevados contenían disimulados los pliegues que se forman bajo los ojos cuando ataca la falta de sueño. Su pelo en cambio, estaba como siempre, inamovible, y su flequillo casi ocultaba esos ojos tan antiguos como el mar. Samuel, sin ser consciente del todo, mintió. Respondió antes de digerir del todo la pregunta, sin tiempo suficiente como para elaborar la respuesta que debía dar.

- Estás… perfecta.

El labio inferior de ella, tembló. Mientras ella se alejaba quedó pensativo en las ideas. Comenzó a jugar con ellas. Ahora lo tenía claro del todo, no había dicho toda la verdad a su mujer, no al menos como lo quisiera haber dicho. Rogó tener una segunda oportunidad para volver a aquella pregunta, para contestar que no estaba perfecta, que era perfecta, su perfección. En lo que para otros pudieran ser defectos, él vio sus triunfos. Mientras ella se alejaba, repaso de nuevo todo lo que había visto. Su piel tan blanca a causa de haberse pasado el verano en casa, sin salir, para cuidar de su maldita bronquitis. Sus tobillos ligeramente hinchados por los paseos a media noche para que él pudiese conciliarse con su mal sueño, las caderas anchas a fuerza de regalos para el paladar le recordaban que en su día fueron durante nueve meses hogar de su mayor victoria, aquel pecho donde guardo sus penas, donde ahogo sus lágrimas, donde dio Leo sus primeros sorbos, donde fue lascivo cuando tocó serlo...

Aún con ella de espaldas, pudo ver de nuevo su rostro. Lo conocía de memoria. Era el primero de los folios que guardaba en el cajón del recuerdo. Las arrugas de su labio nacidas de tantas noches de risas, los pliegues de sus frentes recopilados en tantas jornadas de quiebros, las ojeras, causa de compartir empeños en esas noches donde uno no puede dormir. Su pelo, intacto, perpetuo, con ese flequillo que casi ocultaba ese un iris azul tan antiguo como lo es el mar.
 
Pensó, cuan cerca está a veces la mentira de la verdad, y viceversa. Se confirmó, había mentido, no estaba perfecta, era perfecta, su perfección. Sonrió como sonríen aquellas personas que se saben con la razón de su lado mientras el resto de los mortales naufragan entre las penumbras. Fue en busca de su mujer para sorprenderla una vez más, para arrancarse desde lo más profundo un te quiero, para convertir dos palabras en una forma de existir.

Funcionó. Una vez más. Fue correspondido por un beso, y por segunda vez en la vida fueron ambos cuadro. Fueron uno. Fueron sortilegio.

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