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Traspasando el país de Alicia

Todos las personas piensan que el punto medio entre el bien y el mal está justo donde ellos lo ponen. Esto es aplicable para todos los puntos que poner, incluso los finales. Quizá por eso no me cueste cerrar este discurso que se me queda ya anticuado, extraño, como escrito por quien ya, ni siquiera fui, seguro, quien no soy. Hacer dictados a lo pensado, a los sueños, esta pasado. Así es. En la época de los Justin, de los Brad y algún Duque de por aquí, ya nadie se acuesta con Cyrano. Fue sin embargo placer, la mayoría de las veces. Otras no tanto. Escribir es escribir, tan sólo y tanto. Fue en otras ego puro, aún algo guardo, agradecimiento, mentiras honradas, dudas en base a la duda, decir por decir, seriedades, mal intento de cuentos, catas, alguna mirada perdida echada a perder, balas sin salida, caricias dirigidas y algunas, incluso, de verdad. Siempre demasiado yo mismo, fuera quien fuese. Quizá error, ora que pienso que a un escritor no debe vérsele la cara. Un trabajo

Sortilegio - Capítulo I - Génesis

Samuel siempre había sido un hombre muy dubitativo. No vivía colgado en la duda, simplemente, atendiendo a la más profunda acepción de la palabra mantenía en suspensión cualquier juicio acerca de un hecho. Desde la infancia había cogido la costumbre de alejarse de cualquier extremo. Partidario por naturaleza de los términos medios, los dogmas siempre le daban más preguntas que respuestas. Su cabello negro y liso había sido asaltado por el tiempo, contando ahora con más canas que recuerdos. Sonrió al pensar que no se acordaba de la primera vez que lo sorprendió el blanco en su pelo, simplemente sucedió, y un día cualquiera frente al espejo descubrió que en su azotea, había nevado. Era joven, más todavía en espíritu. Lucía barba grisácea, a ras, con gesto seco, pero sonrisa amable. La nariz, para algunos, quizá demasiado importante. Sus ojos eran pequeños, su mirada grande. Siempre fue pintor, pero dado que nunca vendió un cuadro, tuvo que ganarse la vida como panadero. No odiaba su trabajo, le gustaba utilizar las manos, sentir las cosas que hacía. Amasaba la harina, los cereales, la sal y el agua con delicadeza. Disfrutando de la conversión de aquellos cuatro elementos en uno solo. De todas las cosas que había hecho a lo largo de su vida, solo en una no titubeó. Tan solo una vez se encontró con todos los pesos al mismo lado de la balanza. Se casó por amor. Con la mujer perfecta, con su mujer perfecta. Ella se llamaba Ana. También se dedicaba a la pintura, y aunque tampoco vendía cuadros, se ganaba la vida con los retratos. Pudiera decirse que fue el color lo que les unió. Su pelo rubio, extenso en flequillo, casi escondía unos ojos profundos, antiguos como lo era el mar. El labio inferior carnoso había adquirido la costumbre de temblar cuando se emocionaba, cuando la existencia le ponía delante una de esas cosas que alimentan el alma. Nadie hubiera dicho de ella que fuera una belleza, la verdad es que no le hacía ninguna falta que nadie lo dijera. Era feliz. Se sentía amada por sus dos pilares.
Leonor, ya adulta les había dejado solos en el pueblo. Ella lo entendía, como muchos jóvenes había ido a buscar su sitio en un lugar que si saliera en los mapas. Cosas de la cabeza cuando habita en la primavera, pensaba ella. Ana era activa, no dudaba, tomaba partido siempre y salvo en los misterios inexplicables de las entrañas nada le asemejaba a su compañero. Nada salvo la magia que se producía con el tacto, con la mirada, con la compresión, con los colores que fundan hogar un kilómetro más allá de la imaginación. Nada, salvo todo lo que importa.     

Un sábado, algo antes de media mañana, Samuel se vio solo en casa. Sentado en su sofá, decidió buscar compañía en una taza de té y un cigarro de liar. Tanto uno como otro fueron hechos a conciencia, pausadamente, como si fuese el último té o el último tabaco que fuera a saborear. Desde hacía tiempo, creía que la vida era una carrera donde a veces compensaba detenerse a mirar para no perderse las cosas que de verdad importan. Sacó el agua del fuego un momento antes de que comenzara a hervir, tal y como había aprendido en unos años de juventud pasados en Londres. Fue a la capital Inglesa en busca de si mismo, pero tan solo se trajo consigo un idioma que apenas había usado y una afición extrema por la puntualidad y el té de calidad. Meticulosamente llenó tres cuartos de taza. Nunca fue de gustos excesivos, las cosas que llegan hasta el borde suelen derramarse con facilidad. En ese lugar donde habitualmente devoraba libros de casi todas las temáticas decidió ejercitar su memoria. Aparcó en la mesa redonda de madera envejecida, cenicero, infusión y mechero. Recordó entonces sus inicios en aquella casa. Le encantaba aquel lugar, lo que trasmitía, lo que sentía, los recuerdos que le daban compañía. Cuando uno encuentra su sitio, sabe donde quiere morir, decía a sus íntimos. Aquel hogar era el único situado entre dos pueblos de un lugar tan lejano que ni siquiera tenía mancha en los mapas. Sin mover un ápice del cuerpo, comenzó a viajar en el tiempo. Aquella historia para la que nunca habrá suficientes páginas tardo un solo segundo en rodarse en su mente. Una lágrima y una sonrisa fueron su rostro.

Aún tenían de su lado el misterio de las cosas cuando llegaron a su nueva casa. Eran muy jóvenes, demasiado valientes. Es posible que en la mochila llevasen excedente de confianza. Es probable que hasta tuvieran razón. Sobradas de amor, sudaban sus manos entrelazadas. Aquel momento, de ambos paralizados, unidos con los ojos como platos ante una construcción de madera blanca, era el momento de sus vidas. No lo supieron entonces, aunque aquella pintura quedó tatuada en sus almas para el resto de sus días y lo recordaron siempre. Respondieron a la pregunta existencial más compleja, ¿Para qué vivimos? Su respuesta no contuvo palabras. No hacían falta. Se miraron a los ojos sabiendo que se puede morir de felicidad, dos personas rompiendo las matemáticas. Cumplían un sueño que nunca tuvieron, dos esencias, que sin chistera que mediara, se habían convertido en un sueño. Supieron necesario hacer de la trascendencia del momento humo, fue algo pausado, instintivo. Previamente sus gargantas habían sido invadidas por olas de emociones que habían nacido en su estomago. Era la señal, era preciso parar, volver a la realidad, justo un paso antes de convertirse en sortilegio.

Comentarios

  1. No se quien eres y no te conozco Hagott, pero llevo dias entrando a ver con que me sorprendes cada dia, siempre te leodespues de la comida, y de verdad,,,,,que me ayudas a hacer la digestion mejor....jajajajajaja

    un besito desde Asturias.

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